El insigne pintor Domínguez trazó con feliz éxito el
cuadro que representa la muerte de Séneca, que figuró en la Exposición de
Madrid de 1871, alcanzando medalla de oro, y que hoy reproducimos para recreo
de nuestros lectores.
El año 3 de la
Era Cristiana nació en Córdoba el pensador que había de ser asombro de su época
y admiración del mundo: Lucio Séneca, que pasó a Roma llevado por su padre,
conocedor de las extraordinarias dotes de entendimiento del mozo cordobés. En
efecto, como filósofo, como orador y como poeta, Séneca se hizo venerar por el
Imperio, cuyos Soberanos le colmaron de honores y riquezas. No por eso se vio
libre de enemigos y de persecuciones, llegando hasta verse condenado a muerte
por Claudio y librándose aquella vez del suplicio porque se hizo creer al
Emperador que Séneca estaba herido de muerte por una enfermedad traidora e
incurable. Fue desterrado a Córcega, donde concibió no pocos de sus admirados
libros. Tornó a la gracia imperial, y fue el maestro de Nerón, que alardeaba de
verdadera adoración por el ilustre pensador. Su influencia, primero sobre
Agripina y después sobre Nerón, fue grande; pero el sanguinario déspota que
hizo matar a su madre, no había de reservar mejores sentimientos para el
maestro, y con pretexto de que Séneca había estado de acuerdo con Pisón en un
complot, ordenó su muerte.
El filósofo
pidió al Centurión que le comunicó el mandato tiempo para dictar su testamento,
y como se le negase, decidió darse él mismo la muerte, para lo cual se abrió
las venas, y como tardase en expirar, se metió en un baño y bebió una
disolución de cicuta mientras, sereno, se despedía de sus discípulos y de su
esposa, que también quiso morir con él, pero sin lograrlo.
Se dice que
Séneca estuvo en correspondencia con San Pablo, y aunque sus últimas palabras
fueron para ofrecer su sacrificio a Júpiter, no faltan historiadores que dicen
que Séneca murió convertido al cristianismo.
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